Fografía: http://regeneracionradio.org/Galerias/Imagenes/39-homenaje-galeano-villoro/
EJÉRCITO ZAPATISTA DE LIBERACIÓN NACIONAL.
MÉXICO,
2 de mayo del 2015.
Introducción.
Buenas tardes, días, noches tengan
quienes escuchan y quienes leen, sin importar sus calendarios y
geografías.
Las que ahora se harán públicas, son
las palabras que el finado Subcomandante Insurgente Marcos había
preparado para el homenaje a Don Luis Villoro Toranzo, mismo que se
realizaría en Junio del 2014.
Suponía él que estarían presentes
familiares de Don Luis, particularmente su hijo, Juan Villoro Ruiz, y
su compañera, Fernanda Sylvia Navarro y Solares.
Días antes de que se celebrara el
homenaje, fue asesinado nuestro compañero Galeano, maestro y
autoridad autónoma, quien formó y forma parte de una generación de
mujeres y hombres indígenas zapatistas que se forjó en la
clandestinidad de la preparación, en el alzamiento, en la
resistencia y en la rebeldía.
El dolor y la rabia que sentimos
entonces y ahora se sumaron, en ese mayo de hace un año, al lamento
por la muerte de Don Luis.
Se dieron así una serie de eventos,
uno de los cuales fue la decisión de dar muerte a quien fuera hasta
entonces el vocero y jefe militar del EZLN. La defunción del
SupMarcos se concretó la madrugada del 25 de mayo del 2014.
Entre los pendientes, como decimos
nosotros, nosotras, zapatistas, que dejó el finado supmarcos está
un libro sobre política, comprometido con Don Pablo González
Casanova a cambio de una caja de galletas pancrema, una serie de
textos y dibujos inclasificables (varios de ellos se remontan a sus
primeros días como insurgente del EZLN), y el texto de homenaje a
Don Luis Villoro al que daré lectura en unos momentos.
-*-
Cuando, en la comandancia general del
EZLN, con el subcomandante insurgente Moisés platicábamos sobre lo
que sería este día antes y hoy, nos dábamos cuenta de que, al
hacer el balance de una vida, juntábamos pedazos que no alcanzaban
nunca a completarse.
Que siempre quedábamos con una imagen
inconclusa, rota. Que lo que tenemos y teníamos, nos urgía a buscar
y encontrar lo que faltaba.
“Falta lo que falta”, decimos
obstinadamente las zapatistas, los zapatistas.
No con resignación, nunca con
conformismo.
Sí para recordarnos que no está cabal
la historia, que le faltan piezas, nombres, fechas, lugares,
calendarios y geografías, vidas.
Que muertes y ausencias tenemos muchas,
demasiadas.
Y que debíamos agrandar la memoria y
el corazón para que no faltara ni una, sí, pero también para que
no fueran inmovilizadas, para que fueran completadas una y otra vez
en nuestro paso colectivo.
Así que imaginamos que este día,
tarde, noche, madrugada siempre, bien podría ser un intercambio de
piezas para seguir tratando de completar la vida de quien ustedes
conocieron y conocen como el doctor Luis Villoro Toranzo, profesor de
la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, fundador del grupo
Hiperion, discípulo de José Gaos, investigador del Instituto de
Investigaciones Filosóficas, miembro del Colegio Nacional,
presidente de la Asociación Filosófica de México, y miembro
honorario de la Academia Mexicana de la Lengua. “Maestro, padre y
compañero”, tal vez así diga su epitafio.
Hay compas, mujeres, hombres
y otroas quienes tienen un lugar especial entre nosotros,
nosotras, zapatistas del EZLN. No ha sido un regalo o un donativo.
Ese lugar especial lo ganaron con un empeño y dedicación que está
lejos de reflectores y templetes.
Por eso, cuando se marchan
irremediablemente, no hacemos eco del ruido y el polvo que suelen
levantarse con su muerte. Esperamos. Nuestra espera es así un
homenaje silencioso, sordo. Como silenciosa y sorda fue su lucha a
nuestro lado.
Dejamos entonces que el ruido se
apague, que otra moda suceda a la que simula consternación y pena,
que se asiente el polvo, que el silencio vuelva a ser sereno reposo
para quien nos falta.
Tal vez porque respetamos esa vida
ahora ausente, porque respetamos su tiempo y su modo. Y porque
esperamos que, andando ya el calendario, su silencio tendrá lugar
para escucharnos.
Para allá afuera, lo digo como
señalando un hecho, no como reproche, el doctor Luis Villoro Toranzo
fue un intelectual brillante, una persona sabia a la que tal vez sólo
se le pueda reprochar la cercanía que en vida tuvo con los pueblos
originarios de México, particularmente con aquellos que se alzaron
en armas contra el olvido y que resisten más allá de modas y
medios.
Para quienes no conocieron en vida al
doctor Luis Villoro Toranzo, hay y, espero, habrá mesas redondas,
reediciones, análisis en revistas especializadas y no.
Nuestra palabra de ahora no irá por
esos caminos. No porque no conozcamos su obra histórica y
filosófica, sino porque estamos aquí para cumplir un debe, saldar
un pendiente, cumplir un encargo.
Porque ustedes, allá afuera, conocen a
Luis Villoro Toranzo como un pensador brillante, pero nosotras,
nosotros, zapatistas conocemos como…
¿Cómo?
Sabemos que tenemos sólo una de tantas
piezas.
Y hemos venido aquí, a este homenaje,
para entregarle a quienes compartieron y comparten sangre e historia
con él, una pieza que, creemos, no sólo no tenían, sino que tal
vez ni siquiera imaginaban.
La historia acá abajo, del lado
zapatista, tiene muchos cuartos cegados. Compartimentos estancos en
los que vidas diferentes se cumplen con aparente indiferencia, y en
los que sólo la muerte derrumba los muros para que miremos y
aprendamos de la vida que ahí transcurrió.
Y hagamos, ¿cómo decirlo?, ¿una
permuta?, ¿un intercambio de lugares?
Al abrir el compartimento, al derribar
el cuarto muro, al asomarnos dentro, hacemos un cambalache: esta
muerte al museo, esta vida a la vida.
“Compartimentos estancos”, he
dicho. Nuestro modo de lucha implica esta cuota de anonimato que,
sólo para algunos de nosotros, es deseable. Pero tal vez después
haya oportunidad de volver sobre esto.
Ya escucharán al Subcomandante
Insurgente Moisés hablarles a nuestras compañeras y compañeros de
las comunidades zapatistas una parte de lo que fue Don Luis Villoro
Toranzo en nuestra lucha.
La inmensa mayoría de ellas y ellos no
lo conocían, no lo conocieron. Y así como él, tenemos compañeras,
compañeros y compañeroas de los que se ignora su
existencia.
Este súbito saber que tuvimos
compañeros y compañeras que ni siquiera sabíamos que existían,
hasta que ya no existen, es algo que no es nuevo para nosotras,
nosotros, zapatistas.
Tal vez es nuestro modo que, al nombrar
la vida de quien falta, lo hacemos existir de otro modo.
Como si fuera nuestro modo de traer al
colectivo al indígena zapatista Galeano antes, a Don Luis Villoro
ahora.
Nuestro modo de apurarlos, de
apremiarlos, de gritarles “¡Eh! ¡Nada de descanso!”, de
traerlos de vuelta y que sigan en la lucha, la chamba, el jale, el
trabajo, el camino, la vida.
Pero no es una vida la que les voy a
relatar. Tampoco, es cierto, se trata de una muerte.
Es más, no les vengo a contar nada.
Vengo a dibujarles un contorno, más o menos definido, más o menos
nítido, de una pieza de un rompecabezas gigantesco, terrible,
maravilloso.
Y lo que les voy a contar les sonará
fantástico.
Tal vez mi hermano bajo protesta (bajo
protesta de él), Juan Villoro, adivine después en mis palabras
apenas una hebra de una madeja absurda y compleja, más cercana a la
literatura que a la historia. Tal vez le sirva luego para completar
ese libro que no sabe aún que escribirá.
Tal vez Fernanda intuya la irrupción
de un concepto que parecía ausente, señalando un hueco cuya
satisfacción daría un vuelco teórico a todo un pensamiento. Tal
vez le sirva luego para iniciar la reflexión que ahora no sabe que
emprenderá.
No lo sé. Tal vez él, ella, quienes
no están, simplemente lo archiven en la carpeta de la “H”, de
“homenaje”, de “herida”, de
“humano”, de “Hidra”, de…
“Había una vez…”
Debo ser, por razones de seguridad,
propositivamente impreciso en la geografía y el calendario, pero era
madrugada y era el cuartel general del EZLN.
Tal vez una breve descripción de la
comandancia general zapatista desilusione a más de uno, una, unoa.
No, no hay un mapa gigantesco con luces
policromadas o alfileres de colores, cubriendo una de las paredes.
No, no hay modernos equipos de
radiocomunicación con voces en muchas lenguas.
No hay un teléfono rojo.
No hay una moderna computadora con
múltiples pantallas empeñadas en cifrar y descifrar la vertiginosa
estática de la matrix cibernética.
Lo que hay es un par de mesas, dos o
tres sillas, algunas tazas con restos de café frío, papeles mal
arrugados, cenizas de tabaco, humo, mucho humo.
A veces hay también un tazón de
palomitas rancias, pero sólo en caso de que se requiera un trueque
con algún ser insólito.
Porque no lo van a creer, pero lo que
en otros lados se llama “Juicio por Combate”, acá se llama
“Atáscate que hay lodo”.
No me extenderé en este peculiar modo
de resolver las disputas judiciales entre seres que están más que
alejados de la jurisprudencia real o de ficción. Baste decir que el
tazón con palomitas rancias tiene su razón de ser.
Puede haber, no siempre, es cierto, una
computadora portátil y una impresora. No diré ni marcas ni modelos,
baste decir que la computadora trabaja a base de insultos y amenazas,
y que la impresora tiene un peculiar sentido del albedrío pues se
niega a imprimir lo que no le parece digno de ir más allá de la
pantalla.
Cierto, suele haber en la pantalla de
esa computadora, invariablemente un procesador de textos y un escrito
que no termina nunca por alcanzar el punto final…
¿Virus? Los únicos que pueden llegar
a través del bejuco que le sirve para conectarse a uno de los
túneles de la red. O sea arañas, o bichos que huyen de las
susodichas mientras una lucecita parpadea alarmada.
Pero dejemos que la imaginación de
cada quien complete el mobiliario.
Podría adornarme y decirles que esa
madrugada estaba yo leyendo algún tratado de filosofía helénica, o
las Fábulas de Higinio, o el tratado Sobre los Dioses de
Apolodoro de Atenas, o Los Doze Trabajos de Hércules, sí,
con “z”, de Enrique de Villena, el Astrólogo, pero no.
O podría decirles, y presumirme de
moderno, diciéndoles que estaba yo, en la red alterna, tomando un
curso en línea con un, una, unoa hacker anónimo. Iba a
poner famoso, pero si es anónimo no puede ser famoso. ¿O sí? O tal
vez es un colectivo organizado: “tú dale click al reload, tú
oprime la tecla control, no, no toques la letra “z” porque se
hace un desmadre y acabas chateando con un ser incomprensible en las
montañas del sureste mexicano”. En fin, un nickname y un
avatar, casi los equivalentes a un nombre de lucha y un pasamontañas,
que, pacientes, explican los fundamentos de un terreno de lucha. Como
en cada lengua nueva que se aprende, lo primero que hay que conocer
son los insultos. Y así saber que “noob” es el equivalente a una
mentada de madre.
O podría contarles, y reiterar el
cliché, que estaba yo en una reñida multipartida de
ajedrez interoceánico con el colectivo llamado “los Irregulares de
Baker Street” asentado en la rubia Albión.
Pero no.
Lo que en realidad estaba yo haciendo
es tratando de poner un punto final a un texto que lleva ya 20 años
pendiente, pero…
Entonces apareció en el dintel de la
puerta la posta, el guardia, el centinela, el vigía o como le
quieran decir:
-“Sup, hay quien te quiere hablar“-,
dijo lacónico después del saludo militar.
–¿Quién?– pregunté casi por
trámite porque suponía que sería la insurgenta Erika con
alguno de sus
complicados acertijos de amores y esas
cosas.
-“Un Don Luis, dice. Ya de edad él,
de juicio“-, respondió el insurgente.
–¿Don Luis?, no conozco ningún Don
Luis-, dije con enfado.
–Subcomandante – escuché su
voz, y su figura se recortó en el umbral.
El guardia alcanzó a balbucear: “se
metió sin avisar, le dije que esperara, no obedeció“,
“Ajá, no obedeció, como de por sí.
Déjalo“, le dije al vigía y nos dimos un abrazo con Don Luis
Villoro Toranzo, nacido en Barcelona, Cataluña, Estado Español, el
3 de noviembre del año 1922.
Le ofrecí una silla.
Don Luis se sentó, se quitó la boina
y se frotó las manos sonriendo. Imagino que por el frío.
¿Dije ya que hacía frío esa
madrugada?
Hacía de por sí, como de por sí
cuando no hay una luz que entibie la sombra, como hoy. Es más, el
frío mordía las mejillas como amante obseso.
Don Luis no parecía tomar nota de
ello.
¿Hace frío en Barcelona?, le
pregunté, un poco como saludo de bienvenida, otro poco para
distraerlo mientras discretamente apagaba yo la computadora.
En fin, guardé la portátil, pedí
café para 3 y volví a encender la pipa, rellena como estaba de
tabaco usado y húmedo.
No recuerdo ahora si Don Luis respondió
a la pregunta sobre el clima en Barcelona.
Sí que esperó pacientemente a que
terminara yo de darme por vencido, y dejara de tratar de avivar las
brazas de la cazueleja.
“¿No tendrá tabaco de casualidad?“,
le pregunté anticipando con desilusión su negativa.
“No recuerdo“, dijo, y siguió
sonriendo.
¿Se refería al frío en Barcelona o a
si llevaba tabaco?
Pero no eran ésas las principales
preguntas que se me acumulaban en la cazuela apagada de la pipa.
Antes de preguntarle al doctor en
filosofía Luis Villoro Toranzo qué diablos hacía ahí, pues dejen
les explico…
En esas fechas, el cuartel general del
EZLN era el “Cama de Nubes”, nombrado así porque se encuentra en
lo alto de una sierra y, fuera de los pocos días de la seca, se
mantiene de continuo cubierto por nubes. Aunque de por sí la
comandancia general es trashumante, a veces se aposenta ahí, aunque
con más brevedad que las nubes.
“El Cama de Nubes”.
Llegar ahí no es fácil. Primero se
deben cruzar potreros y acahuales. Malo si lluvia, malo si sol.
Después de unas 2 horas de espinas e
insultos, se llega al pie de la montaña. De ahí se eleva un
estrecho
sendero que faldea el contorno del
cerro de modo que siempre hay un abismo a la derecha. No, no fueron
consideraciones políticas las que decidieron ese trazo en espiral
ascendente, sino el corte caprichoso de ese pico montañoso en mitad
de la sierra. Aunque uno no paraba de subir hasta que estaba casi a
las puertas de la champa de la comandancia general del ezetelene,
se habían realizado algunas obras de ingeniería militar de modo que
el puesto del vigía tuviera tiempo y distancia para un avistamiento
oportuno.
De ahí, el caminamiento de
acceso al cuartel era propositivamente difícil. A la rudeza de la
montaña, habíamos agregado palotadas puntiagudas, zanjas y espinas,
de modo que sólo era posible transitar por él de uno en uno.
Cuando yo era joven y bello, con carga
promedio -digamos unos 15-20 kilogramos-, hacía yo unas 6 horas
desde la base del cerro. Ahora que sólo soy bello, y sin carga, me
toma de 8 a 9 horas.
Nuestro empecinado premodernismo y
nuestro desprecio a las campañas electorales impiden que tengamos
helipuertos en nuestras posiciones. Así que sólo se puede llegar
caminando.
Con estas referencias, era lógico que
la primera pregunta que aflorara fuera:
“¿Y cómo llegó hasta aquí Don
Luis?”
Él respondió: “Caminando“, con la
misma tranquilidad que si hubiera dicho “en taxi“.
Don Luis se veía completo, sin
agitación visible, su boina intacta, su saco oscuro con apenas unas
hebras de bejucos y ramas, su pantalón de pana apenas manchado y
sólo en el bies, sus zapatos mocasines de una pieza. Todo completo.
Si acaso había algo que notar era su barba de días y el evidente
absurdo de su camisa clara, con el cuello almidonado abierto.
A mí esa subida me toma al menos 3
remiendos de la camisola, 4 del pantalón, un refuerzo en ambas
botas, y un par de horas tratando de recuperar el aliento.
Pero Don Luis estaba ahí, sentado
frente mío. Sonriendo. Aparte de un ligero arrebol en sus mejillas,
se podría decir que, en efecto, se acababa de bajar de un taxi.
Pero no. Don Luis había respondido
“caminando“, así que nada de taxi.
Estaba a punto de soltarme con una
larga retahíla de reconvenciones sobre la salud, los calendarios
hechos achaques, la imposibilidad de que, a su avanzada edad, tratara
de hacer cosas absurdas, como subir una montaña y apersonarse, de
madrugada, en la comandancia general del ezetaelene, pero algo
me detuvo.
No, no fue el hecho incuestionable de
que ahí se encontraba ya.
Fue que la sonrisa de Don Luis se había
tornado nerviosa, inquieta, como cuando no se teme preguntar, sino
tener respuestas.
Entonces hice la pregunta que habría
de marcar esa madrugada:
“¿Y qué es lo que quiere Don Luis?”
“Quiero entrarme de zapatista”,
respondió.
No había en su voz rastro alguno de
burla, sarcasmo o ironía. Tampoco duda, temor, inseguridad.
Ya antes me he enfrentado a que un
ciudadano o ciudadana declara así su intención, (aunque no con esas
palabras, porque más bien lo suelen hacer con consignas incendiarias
y frases rimbombantes donde hay mucha muerte y poco o nada de vida),
aunque, claro, no pasan del potrero.
Me atraganté, y ni siquiera estaba
encendida la pipa para fingir que era por el humo. Resignado ante la
falta de tabaco seco, me limité a mordisquear la boquilla.
“Quiero entrarme de zapatista“,
dijo. Don Luis había usado una expresión verbal más propia de la
cotidianeidad en las comunidades zapatistas, que de la Academia
Mexicana de la Lengua.
Seguí el protocolo en estos casos:
Le detallé las dificultades
geográficas, temporales, físicas, ideológicas, políticas,
económicas, sociales, históricas, climáticas, matemáticas,
barométricas, biológicas, geométricas e interestelares.
A cada dificultad, la sonrisa de Don
Luis perdía algo de nerviosismo y ganaba en seguridad y aplomo.
Al terminar la larga lista de
inconvenientes, el rostro de Don Luis parecía haber recibido un
asiento en el Colegio Nacional, en lugar del “NO” diplomático
que le había endilgado.
“Estoy dispuesto“, dijo después
del crujido del último pedazo sano de la boquilla de mi pipa.
Intenté disuadirlo mencionado los
inconvenientes de la clandestinidad, el ocultarse, el anonimato.
“Además“, añadí con
displicencia, “ya no hay pasamontañas“.
Era evidente que no estaba yo haciendo
el mejor papel. Por más que me reacomodaba en la silla y movía
nervioso los cosas sobre la mesa, no encontraba cuál era la
explicación lógica al absurdo de la situación.
Don Luis se acomodó la boina sobre el
plata de su rala cabellera.
Pensé que se iba a despedir pero,
cuando me incorporaba para llamar a la guardia para que lo
acompañara, dijo:
“Éste es mi pasamontaña“, dijo
señalando su boina.
Cuando le argumenté que el
pasamontañas debía ocultar el rostro de modo que sólo la mirada
permaneciera, me refutó:
“¿No se puede ocultar el rostro sin
cubrirlo?”
En ese momento agradecí dos cosas:
Una, que en el continuo mover las cosas
sobre la mesa, había encontrado una bolsita de tabaco seco.
La otra, que la pregunta del doctor en
filosofía Luis Villoro Toranzo, me daba tiempo para tratar de
acomodar las piezas y entender de qué iba todo eso.
Así que, me resguardé detrás de las
palabras para pensar mejor:
“Se puede, Don Luis, pero para
lograrlo tiene que modificar como quien dice el entorno. Hacerse
invisible es, entonces, no llamar la atención, ser uno más entre
muchos. Por ejemplo, se puede ocultar a alguien que perdió el ojo
derecho y usa un parche, haciendo que muchos usen un parche en el ojo
derecho, o que alguien que llame la atención se ponga un parche en
el ojo derecho. Todas las miradas irán sobre quien llama la
atención, y los demás parches pasan a segundo plano. De ese modo,
el tuerto real se vuelve invisible y puede moverse a sus anchas“.
“Dudo que usted pueda lograr que en
el medio académico y universitario todos usen boina negra o que
alguien que llame la atención poderosamente la use. Por ejemplo, si
usted logra que Angelina Jolie y Brad Pitt usen boina negra, bueno,
entonces sí, no se ofenda Don Luis, ni quien se fije en usted“.
“Además la boina remite más al Ché
Guevara que a la filosofía idealista de la ciencia. Ya sabe usted,
aunque es una selva, el instituto de investigaciones filosóficas no
es precisamente un centro de subversión, que digamos”
“Pero“, interrumpió él, encajando
sin dificultad el calambre, “otra forma de no llamar la atención,
es decir, de pasar desapercibido, es no modificar la rutina, seguir
vistiendo lo de costumbre. Al mirarme con la boina negra, no verán
nada extraño. En cambio, si me pongo un pasamontañas, pues eso
sería una modificación radical. Me verían. Llamaría la atención.
Dirían “es el profesor Luis Villoro con pasamontañas, ha
enloquecido, pobre, tal vez oculta alguna deformación reciente, o
las huellas de la vejez, o la enfermedad, o un crimen inconfesable”.
Y, mutatis mutando, si se deja de hacer algo rutinario o de
costumbre, llama la atención. Por ejemplo, Subcomandante, si usted
deja la pipa, llama la atención. Si se pone un parche en el ojo,
otro ejemplo, se fijarán más y empezarán a especular si lo ha
perdido o si lo tiene amoratado por un golpe“.
“Buen punto“, dije y discretamente
tomé nota.
Don Luis continuó: “Si me pongo la
boina, cualquiera que me vea no dirá nada, pensará que sigo siendo
el mismo“.
Entonces, agregó como conclusión
lógica:
“Y mi nombre de lucha va a ser “luis
villoro toranzo“.
“Pero Don Luis“, rechacé, “si de
por sí ése es su nombre“.
“Correcto“, dijo levantando el
índice derecho. “Si me pongo ese nombre de lucha, nadie va a saber
que
soy zapatista. Todos pensarán que soy
el filósofo Luis Villoro Toranzo“.
“¿No dijo usted que al cubrirse el
rostro los zapatistas se mostraban?”
Asentí sabiendo a dónde iba.
“Ahí está, con la boina y el nombre
me muestro, es decir, me oculto“.
“¿No era esa la paradoja?”
Hubiera dicho “Touché“, pero
estaba tan desconcertado que mi francés quedó en el baúl de los
olvidos.
El resto de la noche-madrugada la pasé
argumentando en contra y él contra argumentando a favor.
Déjenme decirles que, hay que
reconocerlo, su razonamiento lógico era impecable, y con gracia y
buen humor sorteaba una y otra vez las trampas falaces con las que
suelo hacer tropezar a los más renombrados intelectuales.
Sí, estoy siendo sarcástico, así que
nadie se llame a ofensa.
El caso, o cosa, era que Don Luis
Villoro Toranzo, aspirante a zapatista cuyo nombre de lucha sería
“Luis Villoro Toranzo” y que, para ocultarse mejor, mejor se
mostraría con una boina negra como pasamontañas, fue deshaciendo
uno a uno los obstáculos y reparos que, con cierta necedad, le fui
poniendo.
“La edad“, le dije como postrer
argumento y casi desfalleciendo.
Él remató con: “Si mal no recuerdo,
usted, subcomandante, alguna vez señaló que el límite era un
segundo antes del postrer suspiro“.
La luz del amanecer ya delineaba los
garabatos del horizonte cuando decidí asumir la mejor posición en
estos casos: alegué demencia.
“Mire Don Luis, si por mí fuera,
claro, sería un honor, claro, pero no a mí me corresponde, claro,
aceptar o rechazar una solicitud de alta en el EZLN, claro. Yo soy,
claro, digamos que el sinodal, claro, pero quien califica es otro,
claro. Además de ahí sigue el responsable local, claro, el
regional, claro, el comité, claro, la comandancia general del
ejército zapatista de liberación nacional, claro. ¿Por qué mejor
no se va usted a su casa y ya le avisaré cuando sepa algo”?
Pero… cuando estaba yo diciendo eso,
entró a la comandancia general el otro indígena que nos completa a
Moy y a mí.
“Ah“, dijo, “veo ya hablaste con
él”
“Sí“, dije, “pero está necio en
que quiere ser zapatista“.
“Bueno“, dijo el otro, “en
realidad le estaba hablando al compa Luis Villoro Toranzo, no a ti“.
“Él ya había hablado conmigo, le
dije que como quiera pasara contigo para que revisara sus
argumentos“.
“Pero ya está: lo tengo ya dado de
alta en la unidad especial. Ahora es para nosotros el colego Luis
Villoro Toranzo“.
“Ya le expliqué que, por nuestro
modo, le diremos sólo “Don Luis”, así que creo que sólo falta
darle la bienvenida y asignarle su trabajo“.
El ya compañero zapatista Luis Villoro
Toranzo se puso de pie y, con admirable prestancia, en posición de
firmes saludó al oficial.
“¿Y cuál será el trabajo que se le
asignará?” alcancé a preguntar en medio de la bruma de mi
confusión.
“Pues el que le toca de por sí: la
posta“, dijo el otro y se marchó.
Casi podría aventurar que Juan,
Fernanda y quienes ahora me escuchan y me leerán después, han
recibido estas palabras como una más de las fantásticas historias
que pueblan las montañas del sureste mexicano, remontadas una y otra
vez por escarabajos, niños y niñas irreverentes, fantasmas,
gato-perros, lucecitas titilantes y otros absurdos.
Pero no. Es hora ya de que sepan que
Don Luis Villoro Toranzo se dio de alta en el EZLN una madrugada de
mayo, hará ya muchas lunas.
Su nombre de lucha fue “Luis Villoro
Toranzo” y en la comandancia general del EZLN lo conocíamos como
“Don Luis” por razones de brevedad y eficacia.
El lugar fue en el cuartel general
“Cama de Nubes”, donde dejó guardada su camisola marrón para
los regresos en los que incurrió varias veces antes de fallecer.
¿Qué más puedo decirles?
Cumplió a cabalidad su misión. Como
centinela en uno de los puestos de guardia de la periferia zapatista
estuvo atento a lo que ocurría, con el rabillo del ojo del
pensamiento crítico se percató de cambios y movimientos que, para
la inmensa mayoría de la intelectualidad autodenominada progresista,
pasaron desapercibidos.
Producto de la alerta del caracol a su
cargo, ustedes escucharán, y algunos más leerán, en estos días,
las reflexiones que sobre esos cambios y movimientos hemos hecho.
UN REGALO AL ESTILO ZAPATISTA
Fue otra madrugada. Don Luis, el
entonces Teniente Coronel y hoy Subcomandante Insurgente Moisés, y
yo habíamos iniciado la plática como a las 1700 hora del frente de
combate suroriental. Como a las 2100 el ahora SupMoy se disculpó
porque tenía que retirarse a checar las posiciones circundantes.
El modo de debatir de Don Luis tenía
su particularidad: donde otros manotean y alzan la voz, él sonríe
con vaga ausencia. Donde otros argumentan consignas él dice un
disparate -“Sólo por darse tiempo”, me decía a mí mismo.
Por lo regular esas pláticas semejaban
a encuentros de esgrima. Aunque sobre decirlo, las más de las veces
me vi derribado. Así sucedió cierta vez. Don Luis entonces río y
soltó: “¡Derribado, pero no destruido!” Yo me reincorporé con
palabras, haciéndole ver que sería mal visto que un filósofo
neopositivista, cite, queriéndolo o no, la segunda carta del apóstol
Pablo a los Corintos. Y él, sonriendo taimado, “y se vería peor
que un jefe zapatista identificara la cita“. Entonces se puso de
pie y recitó dramático: “Que estamos atribulados en todo, más no
angustiados; en apuros, más no desesperados; perseguidos, más no
desamparados; derribados, pero no destruidos” y luego dirigiéndose
a mí: “y me extraña que no haya señalado que se trata del
capítulo IV, versículos 8 y 9“.
Aún adolorido por la paliza
argumentativa, repuse: “siempre he pensado que ese texto más
parece comunicado zapatista describiendo la resistencia, que parte
del Nuevo Testamento“.
“¡Ah! ¡la resistencia zapatista!“,
exclamó con entusiasmo.
Y luego: “¿Sabe Subcomandante?
Ustedes deberían abrir una escuela“.
“No una, muchas“, le dije.
Deben haber sido los años 2005-2006,
años antes Don Luis se había dado de alta en nuestras filas y las
Juntas de Buen Gobierno se empeñaban en las necesidades de salud y
educación en las zonas, regiones y comunidades.
Don Luis precisó entonces: “No, no
me refiero a esas escuelas. Claro, hay que abrir muchas de ellas, ni
dudarlo. Yo hablo de una escuela zapatista. No una donde se enseñe
zapatismo, sino una donde se muestre el zapatismo. Una donde no se
impongan dogmas, sino que se cuestione, se pregunte, se obligue a
pensar. Una cuyo lema sea “¿Y tú qué?“.
En realidad la idea de Don Luis no era
original. Ya antes la habían esbozado, con enunciados distintos,
Pablo González Casanova y Adolfo Gilly.
Pero nuestra idea no era ni es enseñar,
tampoco “mostrar”. Sino provocar. El “¿y tú qué?” no
buscaba recibir una respuesta, sino incitar una reflexión.
En fin, prosigo:
La discusión pasó a ser plática, de
la misma forma en que un torrente alcanza una planada en su serpenteo
y se convierte en un plácido fluir. Plácido, sí, pero imparable.
Ya era madrugada. La guardia nocturna
nos avisó que Moy seguía ocupado y nos ofreció café. A mi mirada
Don Luis respondió con un gesto afirmativo. No sé realmente si Don
Luis tomaba café siquiera, siempre dejó su taza sin tocar. Entonces
lo achaqué al calor de la plática. Ahora se me ocurre que nunca le
pregunté siquiera si acostumbraba beberlo. Uno podría suponer,
claro, filósofo, claro, “café” es para un filósofo como un
apellido indeseable. O tal vez lo tomaba. Estamos en Chiapas, pues.
Venir a Chiapas y no tomar café es… como ir a Sinaloa y no comer
chilorio, como ir a Hamburgo y no zamparse una hamburguesa, como ir a
La Realidad y no toparse con ídem.
El asunto es que, sin darnos apenas
cuenta, estábamos hablando de regalos.
“Imagine cuál sería el regalo
perfecto“, propuso.
“El más sorpresivo“, respondí sin
pensar.
“No, el que no pudiera ser
agradecido.“, reviró.
“O el que no fuera regalo“, contra
ataqué.
“¿Cómo?“, preguntó intrigado.
“Como por ejemplo un enigma, o una
pieza de rompecabezas. O sea, un regalo sin razón de ser. Si no
hay una razón, aumenta la sorpresa“,
dije.
“Cierto, pero para quien lo da,
podría ser un regalo el no poder ser agradecido por el regalo“,
dijo como para sí mismo.
Conforme se hacía más revuelta la
argumentación lógica, más pensaba yo que Don Luis se estaba
cansando. Pero no, estaba animado y tenía la mirada brillante, como
si…
Me levanté y le toqué la frente. No
dije nada, sólo me dirigí a la puerta y le avisé a la posta: “Que
venga la compa de sanidad“.
Don Luis tenía fiebre.
La insurgenta de sanidad recomendó antipirético, un baño
de agua fría y mucho líquido. Don Luis no se opuso a nada. Pero en
cuanto se retiró la compañera, me dijo “basta con un poco de
descanso” y se durmió. 2 días estuvo así, apenas despertándose
para comer e ir al baño.
Ya repuesto del todo, me dijo que debía
retirarse, me recomendó que releyera sus informes de vigilancia y se
despidió.
Antes de cruzar el dintel de la puerta,
sin voltear a verme y más bien para sí, murmuró: “Eso, un regalo
que no se pueda agradecer. Sería muy zapatista“. Se colocó la
boina, me dijo algo más y se fue.
Ahora, a más de 12 lunas de su
ausencia, puedo contar lo que me dijo al despedirse esa ya mañana,
con el sol levantando luces y sombras.
“Compañero subcomandante insurgente
marcos“, me dijo cuadrándose con notable vitalidad.
“Compañero Luis Villoro Toranzo“,
le dije siguiendo mi vieja costumbre de indicar así que estaba listo
para escuchar.
“Quiero pedirle algo”
No se me escapó el abandono de la
informalidad, pero lo achaqué a su nueva profesión.
“No vaya usted a decir nada de esto a
nadie más, por el momento“, demandó.
“Claro“, le dije, “entiendo. El
secreto, la clandestinidad, eso, que la familia no sepa”
“No es eso“, me dijo.
“Quiero que lo diga después”
“¿Cuándo?“, le pregunté.
“Usted va a saber cuándo es el mejor
momento. Para usar nuestro modo: “de por sí llegarán el
calendario y la geografía“.
“¿Y por qué?“, le pregunté
curioso.
“Es un regalo que quiero darle a mis
hijos y a mi compañera“.
“Hombre Don Luis, no chingue, mejor
regálele una corbata verde con motas rojas a Juan, a Miguel una roja
con motas verdes, o viceversa; a su hija Renata un jarrón y a
Carmen, un cenicero, o viceversa.
Como quiera, como en toda buena
familia, se van a pelear. A Fernanda un cuaderno de apuntes, de ésos
de rayas. Son inútiles y horribles todos esos obsequios, pero lo que
cuenta es la intención“.
Don Luis rio de buena gana. Ya más
serio continuó:
“Cuénteles mi historia. O bueno,
esta parte de mi historia. Entonces ellos y ellas entenderán que no
me escondí de ellos. Sólo lo guardé como regalo. Porque el encanto
de los regalos es que son una sorpresa.
¿No cree usted?”
“Dígales que les regalo este pedazo
de mi vida. Dígales que se los oculté no como se esconde un crimen,
sino como se guarda un regalo”.
“Mire Sup, muchas cosas se dirán de
mi vida, algunas buenas, algunas malas. Pero esta parte, creo, les
desarreglará todo, pero no con pena y dolor, sino con la alegre
travesura de ese viento fresco que tanta falta nos hace cuando la
pena de la ausencia y los grises de la seriedad, la formalidad y los
nombramientos, se convierten en piedra y epitafio.”
“Está bien, Don Luis”, le dije,
“pero no descarte lo de las corbatas, el jarrón, el cenicero y el
cuaderno de apuntes“.
Se marchó sonriendo.
Así que Juan, Fernanda, familiares de
Don Luis Villoro Toranzo, durante años guardé como secreto este
pedazo del amplio rompecabezas que fue la vida de Don Luis.
No esa vez, sino después, cuando la
rabia y el dolor nacían del cuerpo masacrado del compa maestro
zapatista Galeano, fue que entendí el por qué de retener esa pieza
de su vida.
No era que él se los ocultara porque
le diera vergüenza, ni porque temiera que lo delataran con el
enemigo de mil cabezas, o porque así evitara que trataran de
disuadirlo.
Era porque quería darles este regalo.
Una pieza que provoca, que alienta, que
agita, justo como su pensamiento hecho viento travieso en nosotros.
Una pieza más de la vida de Don Luis.
La pieza que se llamó Luis Villoro
Toranzo, el zapatista del EZLN.
Cayó y calló en el cumplimiento de su
deber, cubriendo la posición de centinela en este mundo absurdo,
terrible y maravilloso que es el que nos empeñamos en construir.
Sé bien que dejó un legado de libros
y brillante trayectoria intelectual.
Pero también me dejó estas palabras
para que, hoy, yo se las dijera:
“Porque hay secretos que no
avergüenzan, sino enorgullecen. Porque hay secretos que son regalos
y no afrentas”
Ahora y sólo ahora, cuando les entrego
estas hojas, podrán leer cómo se titula este texto en el que viene
envuelto, con mis torpes palabras, la pieza del rompecabezas que se
llamó:
“Luis Villoro Toranzo, el zapatista”.
Vale. Salud y reciban de todos y todas
nosotros el abrazo que les dejó guardado con nosotros el compa
zapatista Don Luis.
Desde las montañas del Sureste
Mexicano, y ahora bajo tierra.
Subcomandante Insurgente
Marcos.
México, 2 de mayo del 2014.
Hecho público el 2 de mayo del 2015.
México, 2 de mayo del 2014.
Hecho público el 2 de mayo del 2015.
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